lunes, 23 de febrero de 2009

LA HISTORIA DE UN PUEBLO PANADERO.

Nuestra historia empieza en un reino llamado Granada. Este, estaba
gobernado por un monarca muy bondadoso, al que todos sus súbditos
respetaban, por el cariño que el les demostraba.

Aunque parecía que lo tenía todo para ser feliz, había algo que le
causaba un pellizco en su corazón y quebraderos de cabeza
continuamente. Su hijo, el príncipe, el cual heredaría su puesto, era
un joven soberbio, maleducado y agresivo con todo aquel que le
rodeaba.

Por más que su padre intentaba hacerle entrar en razón, sus esfuerzos
eran en vano. Esto le preocupaba mucho, ya que era anciano y no le
quedaba tiempo para hacerle cambiar.

Desesperado, fue a pedir consejo a los sabios del reino. Después de
mucho meditar, llegaron a la conclusión de que había que darle un
escarmiento, y ahí empezó todo.

El rey mandó a su hijo de viaje. Tenía que ir al reino de Almería, a
conocer a una bella princesa. La unión en matrimonio fortalecería a
los dos reinos, frente a futuros enemigos.

Llevaba dos días de viaje, cuando en un camino de la Sierra de
Huétor, lo asaltaron unos encapuchados. Se llevaron el caballo, el
dinero y sus hermosas vestiduras, dejándole en su lugar unos harapos
sucios y rotos.

Estaba desconcertado, ¿cómo podían haber atacado al príncipe y futuro
rey de Granada? Como se estaba haciendo de noche, empezó a caminar en
busca de un lugar donde refugiarse y poder pasar la noche.

Anduvo un rato, en dirección a las luces que veía en la lejanía. Todo
estaba oscuro, y los arboles le daban la impresión que abrían sus
ramas, como si de un momento a otro fueran a caer sobre él. Oía
ruidos, crujir de ramas, tenía mucho miedo.
Y para colmo, todo parecía ponerse en su contra, como si de un
conjuro se tratase, empezó a nevar. Siguió su camino, acordándose de
su habitación en palacio, y de María, su sirvienta, a la que tanto
había gritado con desprecio, cuando ella le llevaba leche caliente a
la cama, antes de dormir. En ese momento, no le importaría que ella se
hubiese pasado calentando la leche, que bien le vendría un vaso de
aquellos en esos momentos.

Ya estando más cercanas las luces, vio un letrero que ponía
"Alfacar". Cundo llego a la posada, entró con la soberbia que le
caracterizaba. Todo el mundo le miro de arriba abajo. Pidió la mejor
habitación, lo que provoco una carcajada general. El posadero le
pregunto que con que le iba a pagar, a lo que el respondió, que tenía
que ser un honor que el príncipe de Granada se hospedase en su
mugrienta posada. El posadero se enfadó y lo cogió del brazo,
sacándolo del local y diciéndole que no volviera a aparecer por allí.
El joven no daba crédito a lo sucedido.

Como no quería problemas, siguió buscando alojamiento. Llamó a algunas
puertas y la gente se las cerraba en las narices. No se fiaban de un
forastero, y menos de uno que decía ser príncipe, pensaban que estaba
loco.

Desesperado llegó a las afueras del pueblo, fue a refugiarse debajo de
un árbol. Ya no sentía los pies, poco a poco su cuerpo se iba
congelando, el sueño invadía su cuerpo.

Dio la casualidad que pasaba por allí Manuel, un humilde campesino de
gran corazón. Viendo el estado en el que se encontraba el joven, lo
subió a la grupa de su mula y lo llevó a su casa.

Allí los recibieron su esposa y tres hijos. La casa uno era gran cosa,
pero tenía un calor especial, y no era el de la chimenea precisamente.
Era un calor de hogar, en que se respiraba amor y respeto.

Cuando se recuperó un poco, le prometió a Manuel que no les faltaría
de nada el resto de su vida, que tenía poder para ello. El campesino
pensaba que eran delirios debido al frío y la falta de comida. Así que
le ofreció pan con queso y leche de cabra.
¿Qué bueno que estaba el pan! Le pregunto a Manuel como lo hacía a lo
que este le respondió que el ingrediente más importante era el cariño
con el que lo hacía.
Al día siguiente, ya bastante repuesto, comenzó su camino de vuelta
al palacio real. Cuando llegó le contó a su padre todas las
penalidades que había pasado y lo bien que se había portado Manuel.
También le dijo que estaba muy arrepentido de la forma que había
actuado y le pidió disculpas. Su padre lloro de emoción.
El joven príncipe mando al campesino un carro lleno de ingredientes
para hacer pan y una carta en la que lo nombraba panadero real. El
pobre hombre no se lo creía, aquel loco que recogió en el camino, era
en verdad el rey.
Al correrse la voz, de que era el panadero del rey, todo el mundo
quería comprarle, con lo que tuvo que enseñar a los habitantes del
pueblo a amasar y hornear. Así sus enseñanzas llegaron a todo el
pueblo y pasaron de generación en generación, hasta el día de hoy. Por
eso Alfacar es conocido por su rico pan.

natalia aline lepercque guevara

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